Publicada en mi columna del Diario de Centro América, 2012.
Título original: Los teléfonos celulares
Mi primer celular fue un armatoste de gaucho barato y plástico rugoso. Negro. Duradero. Invencible.
Un clásico que parecía un ladrillo, pero tenía los bordes redondeados y una pantalla minúscula de la que le salían por arte de magia: una luz verde-amarilla y unos píxeles que formaban caracteres grises —que más o menos se entendían—, a no ser porque te sabías de memoria los nombres de tus contactos guardados.
De eso habrán pasado 10 años. Me acuerdo que fue 2002 porque una vez lo dejamos olvidado con una ex novia en un motel junto a la mota que guardábamos en una bolsita china que nos encantaba. Para evitar las preguntas incómodas —al volver— decidimos pagar otras dos horas y en vez de volver a coger, nos vimos "Operación Dragón" de Bruce Lee tirados en la cama. Como ella era china -"la chinita"-, se las sabía todas.
Allí conocí al actor John Saxon mientras llamábamos del armatoste a nuestras casas para decir que llegaríamos tarde porque estábamos cenando en el Celeste Imperio: Wan Tan, Chap Suey, Chow Mein... Arroz Frito. Pero no había cámara ni Whatsapp para mandar las fotos. La palabra era indiscutible.
Pues el armatoste me acompañó muchos años. No recuerdo cuántos. Hasta que —después de haberle entrado agua, caer de varios pisos y haberle pasado la llanta encima— quedó inservible.
Nunca olvido que podía guardar solo 30 contactos, 5 tonos distintos y un juego de serpiente que cada vez que se comía la cola, hacía que el ladrillo vibrara como si fuera el fin del mundo.
Pobre Nokia. Cada vez que alguno —de mis 2 de 30 contactos— me llamaba, el aparto mezclaba sonidos y la pantalla medio rota parecía desarmarse por completo. Si todavía lo usara en estos tiempos que acabo de abrir Twitter sería el hazmerreír de mis cuates. Seguro hasta lo comentarían en sus estatus de Facebook. Ahora sobreabundan los Samsung Galaxy, Sony Ericcson Xperia y el iPhone 4.
Después del accidente de la llanta pasaron unos meses y mis papás por fin me compraron otro teléfono. Uno más moderno. Era un Motorola con antena extensible, de esos StarTAC que cabían en la bolsa de la camisa. La pantalla se iluminaba toda de color naranja y eso me encantaba. Recuerdo que un celular de los más nuevos costaba un ojo de la cara. Este era intermedio, pero como decían mis papás: "más vale estar comunicado en un país donde no sabés si vas a estar vivo al día siguiente".
Ahí empieza la primera regla del uso de celulares a principios de siglo:
1. El celular es solo para "emergencias".
2. No hagás llamadas de larga distancia.
Durante esta década he tenido aparatos de todo tipo y marca. La mayoría me los han robado a punta de pistola porque vivo en el tercer mundo. Otros han quedado casi inservibles, pero me funciona. Para lo que los uso —Facebook, Twitter, Whatsapp— no me resulta imposible. A veces pienso que los teléfonos ya son parte de nuestro día a día. Aunque estar posteando microrrelatos en Twitter y fotos en Facebook es una manera de mantenernos conectados. Creo que la postmodernidad se resume a eso: A estar conectados. Y estar conectado nos da tres mandamientos:
"Quien no tenga Internet de 500 MB por lo menos, será visto como feo, anticuado y desactualizado".
"Ama a tu celular como a ti mismo".
"Postea en Facebook, luego existes".
*Imaginen, esto lo escribí en 2012 recordando 2002. ¡Cómo ha cambiado todo!
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