Escribir de The Doors (of Perception) es abrir una puerta a mi adolescencia y a los cajones poéticos del lisérgico, la marihuana y los descubrimientos. Este disco —que fue el segundo que compré luego del Greatest Hits o Best of— me abrió a una dimensión melódica donde la poesía hierve como fuego salvaje.
Discazo. Retumba en blues, rock, sicodelia y poesía. Es mi favorito de los angelinos. Luego le entraría al poderoso blues roquero L.A. Woman y de tercero al mítico Strange days (casi juntitos). Después Morrison Hotel y, por último, al Waiting for the sun junto a The soft parade (que es una rareza exquisita). Ya los últimos tres sin Jim son otra historia, pero igual dilatan las pupilas y silban como pajaritos en trance.
Pero este primerizo cambió la manera de tocar y apreciar el rock de finales de los sesenta. Me imagino que vivir el estallido de esa época tuvo que haber sido algo alucinante. Un chispazo. Un viaje. Una hoguera.
«Escuchar éste recién salido fue una locura en su momento».
Yo me lo escuché 30 años después entre lecturas de Nietzsche, Rimbaud, Baudelaire y No one here gets out alive -la biografía de Morrison por Jerry Hopkins-. E l disco me voló la cabeza por ese entonces. ¿Cómo era posible que un poeta vestido en cuero se erigiera entre sensualidad, guaro y versos vehementes al lado de tres peludos hedonistas que hacían música para duendes beatnik y hippies convulsos? ¡¿Cómo?!
Nunca lo entendí, pero quedé hipnotizado con esa fusión mágica/única entre Morrison, Manzarek, Krieger y Densmore. Una explosión liberadora que resultó en cuatro años intensos, seis discos que conservo con harto cariño y un big bang musical que no había ocurrido antes.
En este, sus clásicas e iniciáticas “Break on through” y “Light my fire” desbordan en armonía y melodía. La voz de Jim anestesia al oído más irregular. La ausencia de bajo es magistralmente hilvanada por Manzarek que le aporta sicodelia y brillantez. La guitarra barroca de Krieger vuela como un Fénix iluminado en LSD y, detrás, ahí detrás la batería de John los acompaña como ángel protector con precisión jazzera. Un alucín.
Pero además de esas dos rolazas, el disco está lleno de delicias: la edípica “The end” con once minutos de suspenso, las aceleradas “Soul kitchen” y “Twentieth century fox”, las más poperas “I looked at you” y “Take it as it comes”, la borracha “Alabama song” de Bertold Brecht, la blusera “Back door man” y las dos tranquilonas “End of the night” y “The crystal ship” -una de mis favoritas de siempre con solo dos minutos amorosos en lisérgico-.
«Un disco que abrió el camino de la poesía en la música. Una belleza que marcó y acompañó a una época. Un diluvio de brillantez, sueños y delirios. Ningún Tame Impala o Animal Collective los alcanza».
En The Doors (1967) se ve a una banda completa, feliz y en sintonía; que luego se perfeccionó en Strange days -el más poético de los seis- solo unos meses después de esta bomba sicodélica.
Aaay, The Doors...
¡Qué rolen los ácidos! ¡Y el vino!
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